sábado, 6 de enero de 2007

Clara




Clara, como su nombre tenía la piel. Azules y de hielo los ojos, y la lengua más hiriente de todo el pueblo de Linares, Chile, allá por los años 40 del siglo pasado. Su herencia española se adivinaba en su garbo al caminar, su porte enhiesto aún pasados los sesenta años, y esa alegría agresiva que se le escapaba por todos los poros en cualquier animada tertulia social. Dicha alegría se vio disminuida un tanto al enviudar, pero renació con fuerza una vez cumplido el periodo de luto tradicional.

Nunca pudo acostumbrarse a vivir rodeada de tanto chileno; “indiecitos”, les llamaba. Diecisiete hijas parió en Chile, y a las diecisiete planeó casar bien. - ¡Que ninguna de sus hijas osara siquiera posar los ojos en un chileno, por amor de Dios!- solía decir. Una a una, cumplieron sus órdenes formando pareja con lo más granado de la sociedad linarense de esos años. Los apellidos vinosos, de origen vasco preferentemente, fueron ligándose al ya frondoso árbol familiar. Una a una fue cumpliendo el ritual, excepto la última, Zarina.


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